
Empieza la gota fría y acabo de sumergirme en el agua de una pequeña playa de la bahía. El agua está oscura y transparente reflejando un cielo cubierto de alba. La superficie, muy ligeramente ondulada, es de algún gel o líquido más denso de lo habitual y apenas se mueve.
Silencio. Un pescador sobre el dique lanza la caña, una señora va a por el periódico, una niña la sigue a lo lejos corriendo con su cachorro y todo está amortiguado, incluso el aire. Sólo percibo ligeras oscilaciones en la presión atmosférica que me rodea, como cuando el vecino de arriba se suicidó mal con una bombona de butano y sentimos abombarse los vidrios de las ventanas.
Doy una brazada y noto el agua caliente de final de verano que me abraza y me acaricia. Me dejo querer. Mi amante sólo me tiene a mí y me muestra su boca abierta, limpia, desdentada después de una noche de amores y ante un nuevo largo día de violaciones. Los marinos de ciudad y temporada, veraneantes vestidos de triunfadores, están todavía durmiendo sus empachos y borracheras de principio de fin de semana.
Doy otra brazada y empieza a llover. A la gran llanura le nacen ahora minúsculas montañas uniformemente distribuidas. Desaparecen y reaparecen al lado, delante de mis ojos, por todas partes como a cámara lenta. Tal vez la gravedad se encuentra también amortiguada. La fuerza de la gravedad que nos pega a la Tierra quiero decir, la que nos trae la lluvia. La que nos retiene al mar -mi amante- y a mí aquí.
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