Volar aeropuertos

El hall del aeropuerto estaba desierto y en penumbra, abandonado salvo por algún olvidado carrito y las luces de máquinas expendedoras y de bares con líneas cosméticas.

De muy jóvenes, durante al menos un par de años, imaginamos -cuando nos echaban de los últimos bares- que aquél sería un lugar perfecto para continuar viviendo con su ir y venir de pasajeros, con su agitada vida a lo largo de las 24 horas del día. Claro que, salvo contadas excepciones - Berlín, Tokyo, Río - los aeropuertos no se encontraban en el centro de la ciudad como esperábamos. La nuestra era una ciudad regular.

Bastantes veces albergué esa idea que ahora recuerdo. Quiero pensar que lo del alejamiento de los aeropuertos está diseñado con la humana intención de que el viajero pueda disfrutar el proceso de entrar lentamente en la ciudad después del brusco desplazamiento. De hecho, lo ideal sería ponerse a andar desde la propia pista aterrizaje -campo a través- hasta encontrar un primer camino en un terreno escasamente domesticado desde el que, con un poco de suerte, divisar al fondo la silueta de aglomeración de edificios. El campo, las montañas, el bosque o el mar quedaría a nuestra espalda y costados. Avanzar entonces hacia la ciudad, si aún lo deseamos, y atravesar un terreno salpicado de cuartos de aperos con sus huertos y jardines, casas de comidas y comercios de carretera con sus característicos carteles, naves industriales en parcelas valladas, vertederos con contenedores de todos los colores, centros comerciales monstruosos, paisanos dentro de sus automóviles en algún atasco en carreteras de amplios carriles, unos primeros esbozos de calles con tímidas aceras sin pavimentar en los arrabales... Cada detalle con las pequeñas o grandes particularidades del nuevo lugar al que por los aires habríamos llegado.

Pero nosotros nunca llegamos ni a ir al aeropuerto a aquellas horas de la noche. De este afortunado modo evitamos descubrir que ¡el aeropuerto cerraba! Debe ser por razones tan prácticas que ni siquiera hoy puedo imaginar. Teniendo en cuenta los largos trayectos, las grandes diferencias horarias de algunos de los orígenes y destinos, y los numerosos vuelos con escalas, parece como si hubiesen encorsetado tanto la duración del día que los ahogasen y estuviese a punto de saltarles toda la aviación por los aires.

Seguíamos entonces, a esa hora difícil, en busca de algún antro abierto antes de poder empezar a acoplarnos en los bares de desayunos a nada de volver a salir el sol. Visto ahora, eran rutas explosivamente alegres al principio, tristemente decadentes al final. Más que por la repetición porque el cúmulo de discusiones, análisis y críticas a todo lo que se nos ponía por delante iba formando un pozo cada vez más denso de decepciones que el positivismo alcohólico iba solidificando como rocas.

Poco a poco, a intervalos cada vez más breves, fuimos saliendo uno por uno de allí. Unos cogieron el avión... de día. Otros hicieron eses sobre ruedas con un destino más o menos preestablecido que no siempre les acogió como esperaban. Volverían y volverían a irse. Los menos, pero alguno hubo, aparcó a un lado de la carretera y se quedó a descansar sin haberlo decidido. Yo partí hacia el aeropuerto -muy a lo lejos las montañas, a la derecha el mar- y pasando de largo avancé, y no he dejado de hacerlo cambiando de rumbo cada vez que veo volar un avión sobre mi cabeza. Aún no sé si lo que quiero es llegar a un bar de un lugar extraño lleno de gente de mil países, colores, idiomas..., retomar allí la marcha y caer rendida antes de ningún embarque, cuando ya no pueda más. O si prefiero no llegar nunca para no acabar este otro viaje, el que empecé un día echando a andar hacia el aeropuerto -abandonando aquella ciudad regular- sin ninguna intención de llegar... ni siquiera al aeropuerto.

Opinión: 
De momento, nada.
Texto
Castellano
16 de Diciembre de 2018

Comenta, sugiere, critica...

CAPTCHA
Responde correctamente como persona humana. Los robots no saben :-)
15 + 1 =