A veces me echo al campo. Me voy sola. No porque no lo esté ya en la ciudad, si no para encontrarme conmigo. Para salir, más que para entrar. Para escuchar más que decir.
A veces cojo lo imprescindible, o un poco más si somos estrictos con el lenguaje, y me voy. No importa cuánto tiempo, pero tengo que pasar, por lo menos, una noche. Ahí el campo es más campo, la huida, más remota, el silencio, más locuaz, y yo sola, más yo. No es la oscuridad, es el ritmo. No es el sueño, es la atención latente.
A veces, antes de salir, sospecho encontrarme subyugada a la romántica imagen de camping burgués, hippy o rebelde. Pero no, una vez allí sin más herramienta que abrigo para dormir, la potencia se manifiesta. Yo estoy igual que ahora en mi dormitorio, tumbada, y alrededor ha desaparecido toda creación humana. Se ha desnudado la tierra y ni por asomo piensa que se pueda vestir. Todo es producto del aire, la lluvia, las plantas y animales 'no civilizados'.
A veces. pues. explota la tormenta y rasga en dos la calma fresca en nocturna vigilia que envuelve el capullo en el que a su vez me encuentro. Pasa por la noche, de día a día, el nuevo desprendido de la otredad que lastra. Todo cambia, todo se mueve irremediablemente como bien indica el I Ching, y me permito adaptarme forzando la mutación, de nuevo a ser alado, antes de volver a la ciudad renovada, yo, no ella.
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